domingo, 18 de agosto de 2013

Las enseñanzas de Don Manolo 2



Esta historia viene de aquí.

Quería meterme en la boca el chopito pero no me encontraba preparado. Sostuve el manjar haciendo pinza entre mis dedos índice y pulgar. Lo elevé por encima de mi cabeza, interrumpiendo la luz del sol del mediodía que azotaba con fuerza. Visto así el pequeño animal emitía nobleza y poder. Sus tentáculos barnizados por la masa dorada parecían replegarse, protegerse. "Vamos, enga", me apremiaba Don Manolo mientras él, sin ceremonias, se introducía uno en la boca y masticaba su cráneo.

Don Manolo, al ver que no era capaz de repetir el gesto llamó al señor grueso que trajo un pequeño cuenco de cerámica. Contenía un ungüento de color blanquecino. Mi guía, mi "compadre", agarró con sus grandes manos un embrión de calamar y untó su cabeza en la sustancia. "Ali-oli", lo llamó. "Así es mejor. Es más rico.".

Pregunté a Don Manolo si podía limitarme a comerme el chopito con limón y él me dijo, medio en alemán medio en español, que no hiciera nada que no deseara. "Aunque el ali-oli es algo especial", afirmó con rotundidad. También pregunté si las tripas revueltas eran a causa del ali-oli, si ése era el peligro del que debía preocuparme. Don Manolo se limitó a encogerse de hombros y engullir otro chopito untado.

Decidí que no podía detenerme allí. Tomé un chopito y tracé dos círculos dentro del cuenco. Don Manolo fingía no percatarse de mi acción. Lo metí en la boca y una inesperada suavidad me sedujo. Al apretar el embrión con los dientes noté que cedía fácilmente y eso me agradó. Golosamente repetí la operación varias veces hasta que se vació la fuente honda de barro.

Don Manolo parecía estar satisfecho aunque no mencionó nada al respecto. Dio unas monedas al oficiante y secamente dijo: "vamos al agua".

Avanzamos por los travesaños de madera tendidos sobre la arena, cada vez más lejos del pueblo. Al frente nos esperaba el mar, agitado aquella mañana. Sus destellos, únicos, querían hipnotizarnos. Una vez nos mojamos los pies el rumor de las olas parecía lejano aunque rompían a nuestro alrededor. Los pequeños calamares danzaban en mi estómago, lo notaba. Tuve la certeza de que querían regresar.

Tras un buen rato de paseo por la orilla Don Manolo hizo unas marcas en la arena húmeda con el talón y pareció decidir que aquel era el lugar. Se adentró a más profundidad y levantando ambos brazos se zambulló. No miró hacía atrás, quería que yo decidiera solo. El sol me adormecía, las chispas de las aguas rotas se desenfocaban, escapaban a mi atención. El baile de los chopitos en mi estómago me embriagaba como la dulce fatiga. Perdí el control. La llamada del mar era poderosa y mi voluntad estaba siendo anulada. Los chopitos querían regresar. Las luces del océano se apagaron.

Estaba sumergido en el agua. Don Manolo no estaba allí. No me importaba, me encontraba bien. Podía respirar sin dificultad aunque mis pies estaban apresados por el fondo de arena. Las aguas estaban iluminadas por una luz difusa. Un ruido como de batir de alas sonó en mi interior y de mi boca salieron docenas, cientos de chopitos de un brillo metálico, maravilloso, se diría que estuvieran hechos de oro. Salían nadando erráticamente, como si fueran mariposas. Tantos chopitos había que formaron una nube y oscurecieron el fondo del mar.

La nube de chopitos fue haciéndose sólida. Dibujaban un contorno en el que al fin pude distinguir una silueta de mujer. Quise hablar pero no pude. Sentía mi garganta annegada. Era indescriptiblemente hermosa pero enorme, casi el doble de grande que una persona normal. Estaba adornada con pulseras, pendientes y collares de oro. Como si fuera el retrato de un pintor, el rostro fue lo último en formarse. La mujer fruncía el ceño pero no parecía hostil. Me observaba con preocupación. Me agarró por la nuca para aproximar mi rostro al suyo y me dijo:

"¿Qué pasa en tu alma?".

La mujer me agarraba con tanta fuerza que temí que quisiera matarme. Sin emabargo lo que hizo fue impulsarme hacía arriba, liberándome los pies de la arena. Ascendía con mucha rapidez, como si cayera en sentido inverso. Miré hacia arriba y distinguí el disco solar. Una sensación de tristeza me invadió cuando supe que había traspasado la superficie del agua y me hallaba en tierra firme. El estómago me dolía y notaba acidez en mi boca. Una voz bronca iba abriéndose paso en mi conciencia: "¡Ay, ay, ay!, ¿qué te pasa mi alma?, ¿estás bien?"

Una mujer madura acomodaba mi cabeza encima de algo que podía ser una tela enrollada. Estaba muy confuso, sentía calambres en el vientre y me dolía la cabeza. Me incorporé lo suficiente para apreciar que mi cuidadora era una señora obesa y llevaba muchas joyas. Al rato sentí que perdía el conocimiento y tuve que tumbarme de nuevo.





¿Continuará el viaje interior de Hank Kächele? A saber...

4 comentarios:

  1. ¿Qué le echaron al pobre Hank en la comida? Esperaré la tercera entrega, si es que la hay.

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  2. Ali-Oli, el peyote de la Costa del Sol.

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  3. Un día me tiene que explicar usted cómo lo hace para sacar a la luz estas historias. Quisiera saber cómo consigue que sea tan hermoso un empacho de calamares.

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  4. La verdad es que pretendía quitarme de encima a Carlos Castaneda, ¿recuerda que se le mencione "las enseñanzas de Don Juan"?. Y eso que le admiro. Pero es que cuando admiro me suelo exceder y se me pegan los referentes como una canción del verano.

    El empacho de calamares es lo que es, y vomitar en el agua nunca será bonito. Bueno, o sí, depende. Yo qué sé.

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