Las matronas le ayudaron a ponerse el traje rojo
tradicional. Era de seda transparente con encajes en el cuello, en las muñecas
y en el pubis.
– No
hemos encontrado orquídeas blancas. – le dijo la más joven – pero mira éstas
qué rosa tan alegre y qué bien quedan en tu pelo, ¿no estás contenta?
– Déjala
descansar, aún está mareada. Ha sido un parto complicado.
Tanta gente acudió a la Despedida que buena parte tuvo que quedarse fuera del recinto sacro. La camilla apenas podía circular por el pasillo, todas las invitadas querían besar la frente de la madre o agarrarle la mano.
– Cuidado
con el gotero, que vais a engancharos con el gotero...
– Estás
preciosa, hermana. Que seas nutrida.
– Que la
Diosa te sonría. Te echaremos de menos, dulce fruto.
La muchacha de rojo deseaba hablar pero la
morfina mantenía dormida su lengua. Aquellas voces se difuminaban en un ruido
promedio y la camilla traqueteaba de manera agradable, aumentando su sopor.
– Pronto
nos reuniremos – dijo una embarazada radiante de felicidad.
El blanco violento de los halógenos se fue
apagando. En su lugar, una luz tibia se deslizaba por arcos de piedra caliza. Olía a
flores frescas y a madera de palosanto recién quemada. Ya no estaba acostada
sobre la camilla sino sobre algo duro y pulido. Tenía que ser el altar, lo
reconocía, ella había despedido a muchas hermanas que yacieron antes ahí mismo.
– Ya
despierta el fértil vientre – dijo una mujer madura.
– Qué paz
hay en sus ojos, dichosa sea.
Reconoció a sus nodrizas y a compañeras de jardín. Habían acudido desde muy
lejos hermanas fértiles y descendientes de otras hermanas. También estaba allí
su compañera erótica, tan hermosa, con clavelines destelleando en el pelo.
La mujer
madura estaba a sus pies, guiando la ceremonia. Reconoció a su mentora enseguida; aunque iba
cubierta por un velo blanco su voz grave era inconfundible. Se inclinó para
presentar a la recién nacida en una toquilla blanca, limpia de placenta y
mucosa.
– Mira. El fruto de tu vientre. ¿Quién quieres que sea la primera en darle leche?
– Todavía
está muy cansada, pobre. No puede ni hablar.
– Sin
embargo – dijo la mentora en tono cortante – es necesario que nos haga saber su
voluntad. Así debe ser.
–
Empecemos con las Atribuciones, maestra. Así le damos tiempo para decidir.
La mentora torció el gesto y dudó en decir algo
pero al fin asintió con la cabeza. Levantó al bebé por las axilas y le enfrentó
con su rostro severo. La criatura apenas podía sostener la cabeza y pateaba en
el aire en señal de incomodidad. Sin embargo, no lloró.
– Tú te
llamas Elisabeth.
La mujer madura pasó el bebé a su derecha, a una
adolescente pelirroja a la que le temblaba la voz.
–
Elisabeth, eres alegre, te ríes aunque no venga a cuento. Y tu risa es como
abrir una ventana. Es como...
La adolescente reprimió un sollozo y, con
delicadeza, dejó a la criatura con una mujer de hombros anchos y
facciones duras.
– Puedes
parecer caprichosa, Elisabeth, pero nunca te rindes.
El bebé pasó a una chiquilla risueña quien
declaró con rotundidad que olía a limón y luego a una joven regordeta de
grandes pechos quien le atribuyó lealtad hacia sus hermanas. Así la niña fue pasando
por todo el círculo hasta regresar a manos de la mujer mayor.
– El
trauma de nacimiento – dijo ella.
– ¿No
esperamos a que decida la primera nodriza?
– No.
Hazlo ya.
La chica de complexión atlética guardaba un
paquete hecho con un pañuelo de encaje. Desenvolvió algo
metálico. Se acercó a la muchacha por un costado y sostuvo su brazo con
dulzura. Tomó una bocanada de aire y cerró los ojos. Al abrirlos, practicó un
corte profundo desde la muñeca a la parte interna del codo. Antes de que la
hemorragia fuera demasiado abundante, cruzó las manos de la madre sobre su
pecho y retrocedió a su posición dentro del círculo, a la derecha de la mujer
mayor.
–
Maestra, creo que quiere decirnos quién será la primera nodriza.
– ¿Está
despierta?
– Sí,
está moviendo los labios, ¿puedo acercarme?
– No, yo
hablaré con ella.
La mentora se acercó al bloque de alabastro y lo
rodeó con cuidado, aplastando la túnica contra su cuerpo para no mancharse. Se recogió el velo y pegó la oreja a los labios de la madre.
– De
todas tus hermanas, ¿quién quieres que de la primera leche?
– Quiero
vivir. – dijo la muchacha con voz muy débil.
La mujer mayor acercó la boca al oído de la
joven.
– Un
nombre. Dame un nombre.
– Quiero
vivir.
La mentora le dio un beso en la frente, se
incorporó y volvió a cubrirse con el velo blanco. Anduvo despacio, evitando
pisar la sangre. Cuando volvió a su posición, a los pies del altar, todas
tenían su mirada clavada en ella.
– ¿Qué ha
dicho, maestra?
– Sí,
¿quién?
– Elena.
– Sagrada
Madre. Oh, dulce fruto – dijo Elena.
– Bendita seas. – le felicitaron todas sus
hermanas que rompieron el círculo para abrazarse y celebrarlo con gozo.