Prestó atención a pin de su oreja, asintió y se dirigió al visitante.
—¿Le importa esperar aquí?
—Oiga, que si molesto espero fuera.
—Quédese aquí, por favor. Indira está hablando por teléfono. Le avisará
cuando acabe. Si tiene sed, hay una fuente ahí, donde el bambú.
—Ah, qué bien. Gracias.
Manuel se esforzó en aparentar normalidad. Nunca había estado en una
oficina que simulara ser un bosque chino ¿o era japonés? Las oficinas que él
conocía eran la ventanilla única del ayuntamiento y la sacristía de su
parroquia, cuando Don Matías le pidió ayuda para hacer el recuento de ropa
donada en Navidad y les llevó toda la noche porque no fue capaz de manejar el
ordenador. ¿Quién podría necesitar a un zoquete como él en aquel lugar?
—¿Todo bien?
—Sí, sí.
El hombre corpulento le cacheó con la mirada durante una larga incomodidad
y tras una inclinación de cabeza, le dejó solo.
Manuel respiró aliviado. Se dirigió a un asiento cerca del salto de agua
pero llamó su atención algo pequeño que correteaba por la hierba alta. También
oyó un batir de alas pero no distinguió ningún pájaro a través de la
frondosidad del bufete. Había tantas plantas y árboles enanos que se podía
sentir su respiración como una sensación fresca sobre la piel. Con los ojos
cerrados podía imaginarse fuera del edificio, lejos de la ciudad, en un
documental de exploradores. En vez de sentarse, prefirió curiosear.
En la pared opuesta a la entrada, medio oculto por plantas colgantes,
descubrió un ventanal del techo al suelo por donde se filtraba luz natural. El
vidrio estaba tan limpio que tuvo que adelantar una mano para no golpearlo con la
frente al asomarse. No podía creerlo. La ciudad entera podría plegarse en un bolsillo.
Era incapaz de distinguir cabezas pero dedujo que los puntos negros, grises y
rojos eran vehículos. El tráfico, que allá abajo parecía una locura, ahí arriba
se veía armonioso. La red de semáforos bombeaba como un solo corazón,
manteniendo viva a una bestia de cemento y prisa que en cualquier momento
podría despertar.
Conocía bien las calles pero jamás las había visto con tanta claridad. Todo
parecía menos: el olor de la basura, el ulular de las ambulancias, los
moratones en los brazos de la enfermera delgada, la gangrena de Benito… El
horizonte se veía lejano, hasta se podía apreciar la curvatura de la Tierra.
Cuántos Benitos pequeños, ¿Cuántas enfermeras minúsculas podían caber? Docenas,
miles, ¡millones! Las tripas se le revolvieron y sin saber por qué, se puso un
poco triste.
—Una vista preciosa, ¿a que sí? —dijo una mujer a su espalda.
—Ay, perdone.
—Entonces, ¿tú eres Manuel?
—Sí, mucho gusto.
—Yo soy Indira. ¡Qué ganas tenía de conocerte!
Aquella mujer sacudía la mano con fuerza para ser tan menuda. Manuel
reconoció el punto rojo que llevaba pintado en la frente, de pequeño tenía una
baraja para jugar a las familias. Aunque su pelo era canoso, los vivos colores
de su sari y la piel bronceada le daban una apariencia lozana. No era fácil
precisar su edad.
—Si quieres podemos hablar aquí mismo. ¿Nos sentamos? —Tenía una sonrisa
tan acogedora que podría convencerle de sentarse encima de un hormiguero.
—Como quiera... Como quieras. Esto es tan bonito que no sé… Estoy
impresionado.
—La gente se siente bien aquí y eso me gusta. Oye, Manuel, iba a hacerme un
té pero también tengo cerveza, ¿qué te apetece?
—El té está bien. Muchas gracias, ... ¿Indara?
—Indira. —corrigió como un relámpago.
La mujer se adentró en la espesura de su despacho camuflado entre juncos y
palmas. Estuvo revolviendo, derramando y borboteando un buen rato hasta que
reapareció con una bandeja sobre la que había dispuesto dos cuencos de arcilla
y una tetera de hierro.
—Manuel, ¿te cuento una curiosidad del té verde?
—Vale.
—La primera vez lo que preparas, amarga. Pero si insistes con las mismas
hojas, acaban sabiendo dulces.
—Pues yo siempre he visto tirar la bolsita después de mojarla.
—Es normal —la mujer se rio mostrando unos dientes blanquísimos—. Este té
no es como las infusiones que vienen en bolsitas. Es un té muy bueno. No creo
que lo puedas probar por ahí.
—¿Tan caro es?
—No, cariño —Indira volvió a enseñar los dientes—, no ha costado dinero, es
un regalo.
—¿Quién te lo ha regalado?
—A mí no. A todo el equipo que trabajó con unos productores en Vietnam.
Cuando nos fuimos estaban tan agradecidos que nos regalaron fardos y fardos.
—Vaya.
—Sí, vaya. Nos colmaron de té y de afecto. —la mujer llenó los cuencos una
tercera parte. —Son los lazos de afecto lo que diferencia una comunidad de un
mercado.
—¿Tienes azúcar?
—No, no. A este té no se le echa azúcar.
—Ah.
—Pero háblame de ti, Manu.
—Pues no tengo nada interesante que contar. El pie se me ha curado, me
dejan elegir entre tres primeros, tres segundos y fruta o postre. El colchón es
cojon… es muy cómodo. Todo el mundo me trata bien. Estoy contento.
—¿Echas algo de menos?
—No. La verdad es que sí.
Indira tomó un cuenco con ambas manos y se lo llevó a los labios sin dejar
de estudiar a su invitado. Su mirada negra resultaba intimidante pero al
apartarse el cuenco de la boca volvió a mostrar esa sonrisa tan amable. Manuel
imitó el movimiento pero como el recipiente era ancho, el líquido se le derramó
sobre el jersey. La mujer ni siquiera bajó la mirada.
—La primera vez que lo tomas sabe amargo... —dijo como si fuera un secreto,
inclinándose hacia él.
—Pues a lo mejor sí que te acepto esa cervecita que ya estoy acostumbrado.
Si no te importa, Indara.
—Indira. —corrigió, esta vez,
sin sonreir.*Este texto proviene del spoiler de una novela que nunca escribiré. Es una escena intermedia de la novela, donde el protagonista conoce a la que será su mayor enemiga. Se quedarán sin arco de desarrollo, pobres.