martes, 16 de diciembre de 2014

Tragedias mínimas (#putaditas)



- Recibir el cambio encima del ticket.

- Las asombrosas propiedades hidrófobas de las servilletas del bar.

- La gota que se escurre bajo la manga cuando colocas los cacharros en el escurridor.

- Tener cuatro monedas de un céntimo de euro.

- Que te digan "qué aproveche" y esperen a que respondas "gracias" con la boca llena.

- La manilla de la puerta del baño del trabajo mojada.

- Tratar de acertar las preguntas de Saber y Ganar.

- Correr a un asiento libre del metro, comprobar que está vomitado y aguantar de pie el olor.

- Recibir Favoritos sin Retweet.

- El polvo que escapa al recogedor formando una línea que no adelgaza.

- La cajera que pasa antes los productos que la bolsa.

- Esperanza Gracia acertando de lleno.

- Sacarte una legaña y perderla antes de evaluar su tamaño.

- Los puntos suspensivos de número arbitrario.

- Dos personas ocupando un banco de cuatro que se mueven sólo un poquito.

- Tener que desear "buenas tardes" a las 13:00.

- Dejar un dedo de hielo derretido que has pagado.


martes, 9 de diciembre de 2014

En su sitio



La hermana de Alfonso no quiso quedarse más tiempo en el funeral; no podía socializar sin echarse a llorar y sentía vergüenza. Se dieron un beso en el aire y prometieron llamarse más a menudo.

Alfonso organizó un picoteo para los que se quedaron por la tarde, preguntó por la vida de cada visitante e hizo algunos chistes que aliviaron la tensión. Aguantó allí hasta que se fue el último de los parientes. Esa noche, ya solo, no quiso marcharse a su ciudad. Estaba agotado y tenía dos días libres por fallecimiento de familiar. Prefirió quedarse a dormir en casa de su madre.

Sentía curiosidad por abrir los cajones de la cocina y comprobar si su madre siguió haciendo servilletas con trozos de ropa vieja hasta el final y, en ese caso, contemplar los últimos retales a los que cosió el dobladillo. También quería repasar todos los demás retales que pudo atesorar en una bolsa de plástico de un supermercado que ya no existe, quizás una de las primeras bolsas de plástico fabricadas, que se hinchaba año tras año pero que nunca llegaba a reventar porque, quizás, el plástico de entonces era mucho mejor. Allí podría encontrar el amarillo de la bandera vaticana, el triangulito del mismo turquesa que los ojos de la princesa Soraya, el botón forrado de poliéster rosa procedente de una bata, los bolsillos de pantalones vaqueros que debían unirse a la culera de un pantalón sin bolsillos. Telas que esperaban el tiempo que hiciera falta, por si acaso, como si una corriente de moda hubiera quedado atrapada en un remolino.

Esa bolsa, al desanudarse, olía a blando, a calor de plancha y siestas con la tele encendida. Cuando su madre echaba la siesta arrugaba la frente y a veces le temblaba la boca, como si tuviera convulsiones. Parecía sufrir pesadillas y él siempre quiso creer que le perturbaban las noticas de la televisión. La siesta frente a la tele, en la cabeza de Alfonso, estaba fuertemente asociada a una caja circular de metal de color azul oscuro.

Alfonso aparcó el coche frente al portal de la casa de su madre. Se puso frente al espejo del ascensor por costumbre pero realmente no se miró.

Alfonso recordaba vívidamente la caja de galletas danesas que su madre tenía siempre encima de la mesita de la lámpara. Podía evocar con detalle la casa de campo y las flores que ilustraban la tapa, el reborde de metal con el que te podías rebanar la yema del dedo, el rayón en forma de "L" que hizo por dentro con unas tijeras. Su madre recicló esa caja como costurero aunque también la usaba para las gafas de ver de cerca y el mando de la tele, que eran las únicas cosas que realmente necesitaba todos los días. Así que no sería correcto llamarla costurero o caja de costura, sino simplemente, caja.

Menos mal que su madre no había cambiado la cerradura porque no tenía a nadie a quién acudir para pedirle una copia. Y menos a esas horas.

Alfonso entró en el salón con cierta ansiedad, esperando encontrar la caja apoyada en la repisa de la lámpara de pie. La encontró en su lugar. La abrió: allí estaba todo. Las gafas de concha, las tijeras, un enhebrador de latón con forma de camafeo, el mando a distancia reparado con cinta adhesiva, la escasa colección de hilos. Y algo que no se esperaba encontrar: el Nokia que le regaló hacía siete o diez; o quince navidades, quién sabe. Un móvil de concha, porque a su madre le dolían los dedos o le entraban vértigos o se le nublaban los ojos; por lo que fuera se le caía siempre al suelo y Alfonso pensó que así, al ser un modelo compacto, resistiría más.

Cogió el móvil y, algo confuso, presionó el botón de encendido. No funcionaba. Por supuesto, cómo iba a funcionar.