viernes, 23 de septiembre de 2016

La Sandía


La pasajera interrumpió su lectura cuando vio entrar en el vagón a un hombre gigantesco en pantalón corto. Tenía las piernas muy peludas y llevaba una sandía en una bolsa de plástico. Quedaban muchos asientos libres pero el hombre eligió sentarse al lado de ella con la sandía sobre el regazo. Sus caderas estaban en contacto. Era inevitable: las caderas de ambos eran anchas. Se frotaban en cada vaivén.
El gigante contemplaba algo delante de sí, posiblemente, el martillo de emergencias. La pasajera comprobó de reojo que aquel hombre, efectivamente, permanecía absorto ante el martillo. Se estiró la falda, relajó los hombros y siguió con su novela histórica.
El vagón del metro atravesó una curva tan cerrada que la sandía casi sale rodando por efecto de la inercia. El hombre separó las rodillas lo suficiente como para asegurarla entre los muslos. En esa postura sus pelos hacían cosquillas en las pantorrillas de la pasajera quien, convencida de que no podría concentrarse, cerró el libro y se dirigió al gigante.

—Oiga, perdone. —dijo muy educadamente.
—No. No. Espa niol no —dijo el hombre con acento balcánico, quizás rumano.

La pasajera señaló con la barbilla en dirección a la pierna de él y el hombre la imitó con una sonrisa infantil. Ella abrió mucho los ojos. Él también. La pasajera, aunque sabía que el extranjero no le iba a entender, le dio un toque en la rodilla mientras le reñía:

—¿Y esto? Hacía falta ponerse así, ¿eh?

El hombre solo sonreía. La pasajera insistió: “La piernecita, ¿tanto se tiene que abrir? ¿La piernecita?” y repitió el toque en la rodilla del gigante procurando que esta vez fuera un golpe desagradable. Fracasó. El hombre abrió los muslos para liberar la sandía y la sostuvo con una mano ante la cara de la pasajera. Era una fruta enorme. Con la otra mano, retiró parcialmente el plástico y dio unos golpes secos a la cáscara que sonaron así: TUC. TUC.

—Puedes. Puedes tú —invitó con unos golpes más —TUC TUC… TUC.

La pasajera sintió el impulso de protestar. Iba a ser grosera con él. Podría resultar muy desagradable. Pero decidió que no tenía motivos sólidos para hacerlo. A su alrededor, todo el mundo parecía ocupado en sus cosas. Nadie miraba. Guardó la novela histórica en el bolso y dio unos golpes a la cáscara con la yema de los dedos. Lo hizo rápido. La fruta estaba fría y había acumulado gotas de agua por condensación.

—Bien, ¿sí?, ¡bien! —se ufanaba el hombre.
—Muy bien, sí —concedió ella mientras se secaba la mano en la falda.

El hombre volvió a colocar el bulto entre sus piernas peludas. La pasajera se fijó en que el gigante podía abarcar la sandía con una sola mano. Se estremeció. Repentinamente, el hombre desplegó una navaja. La pasajera hizo un movimiento brusco y su bolso se volcó. Algunos pasajeros se alarmaron pero enseguida volvieron a sus pantallas. El hombre hizo un chiste en un idioma parecido al checo y hundió la hoja en la sandía para recortar un trozo generoso. Mientras la pasajera recogía un sobre kraft, hojas secas de árbol, la novela, una cajita de madera y un bote de vaselina labial con aroma a mora, él fue raspando pepitas haciéndolas caer por los bordes de la bolsa. Se tomó su tiempo. Dejó una tajada bien limpia.

—Come. Buena. Mucho buena. —ofreció él.
—No, no… —se disculpó ella adelantando una mano.

El hombre separó la cáscara de la pulpa y preparó un dado perfecto. Hizo lo mismo con otros dos trozos de sandía y al final, con una acrobacia, los alineó sobre la hoja de la navaja. La pasajera estudió los tres cubos rojos sobre el acero, los dedos gruesos, también peludos, y la expresión ilusionada de aquel gigante. Relajó los hombros.

—Vale, vale. Está bien… —aceptó  —pero sólo uno.

El mordisco explotó fuera de la boca de la pasajera. Unas gotas se quedaron colgando de la mandíbula hasta que una de esas gotas se deslizó por el cuello y lubricó el camino al resto del zumo que se coló por debajo de la blusa. El hombre ofreció un pañuelo de papel. Ella lo ignoró. Terminó de tragar y, aunque sabía que el croata no le entendería, dijo sin mirarle:

—Me recuerda a los veranos en el pueblo.
—¿Buena?, ¿bien? —quiso saber el gigante. —¿Buena?
—En el pueblo, con mi primo el mayor —recordó la mujer —me bajo aquí.
—No, no espa niol. Espa niol no sé.

La mujer guapa se bajó ahí. El gigante que iba en bermudas se quedó con dos cubos de sandía sobre su navaja. Así los sostuvo y no se movió durante el recorrido de una estación a otra. En la siguiente parada un hombre mayor se sentó a su lado. El gigante echó los cubos de sandía en la bolsa de plástico, plegó la navaja y cerró las piernas. Mantuvo la atención fija en un punto, seguramente, en el martillo de emergencias.

viernes, 9 de septiembre de 2016

Mis 11 tipos de Pan Favoritos



Pan Cristal: Al primer corte, toda la corteza se craquela emitiendo un sonido vibrante. No se puede consumir sin antes haber sido cubierto con un paño húmedo pues podría provocar ulceraciones en lengua y mucosa bucal. La miga carece de aroma y sabor, pero emite brillos e iridiscencias que realzan la presentación de algunas tapas.


Mollete de Invierno: El primer horneado, el del núcleo, se lleva a cabo a baja temperatura durante doce semanas. La última noche se prepara una masa con obsidiana pulverizada en lugar de levadura. El núcleo, nada más sacarse del horno, se envuelve con la masa de obsidiana y se somete el pan a una temperatura extrema a fin de sellarlo. Si se parte al poco tiempo, el mollete libera el calor acumulado para aliviar a caminantes atrapados en la nieve, montañeros y pastores del norte.


Barra de Alfarero: Su miga se vende en bloques plastificados que se modelan como la arcilla. Al secarse, adquiere el aspecto del estuco aunque existen variedades que reproducen efectos como vetas, transparencias o fragmentos minerales. Grant Keller es célebre por obras realizadas en este material como “Tokiofagia” o “Cuerpo de Cristo”. El material se desgaja en terrones que se rehidratan al contacto con la saliva. Su sabor depende del material que simule, siendo aconsejable alabastro para acompañar carne de ave, mármol para gazpacho y granito para tortilla. El estuco clásico es apto para cualquier plato.


Pan de Aire: Se usa una levadura que produce una cantidad inusitada de dióxido de carbono. Una cucharada de masa, tras múltiples etapas de reposo y levado, produce una hogaza de buen tamaño. No contiene miga sino una intrincada estructura de pilares, nervios y arcos crujientes que impiden el desmoronamiento de la corteza.


Pan pistola o Gun Bread: El tipo de pan más consumido fue apodado así por los periódicos ingleses a mediados del XIX. El método empleado para su fabricación era verter toneladas de masa entre dos planchas de plomo de forma ondulada, las cuales adquirían forma de órgano mediante un mecanismo hidráulico que las unía con fuerza. El confinamiento de la masa y los químicos que sustituían a la levadura causaban una enorme presión que debía acelerar el horneado pero además formaba peligrosas bolsas de gas. Por ello los operarios debían atornillar las tapas que ocluían los extremos de cada tubo. No pocas veces fueron negligentes al ejecutar este paso y algunos hombres murieron atravesados por una barra propulsada.


Rosco de Vino: Tras sucesivas reducciones, el tinto joven se concentra hasta adquirir la consistencia del alquitrán. La pasta negruzca se extiende en placas de arcilla y se expone al sol durante tres o cuatro días. Una vez se raspa la pasta deshidratada, se obtiene un polvo rosado llamado “harina de vino” que se mezcla con tinto de empaque para obtener la característica masa roja. El rosco de vino es compañero de carne de caza y queso curado. Según la etiqueta, en su presencia, no debe servirse como bebida otra cosa que no sea agua.


Pan inverso: Se arroja al horno un saco de harina, media pala de levadura, tres garrafas de agua, un cazo de sal y se apaga el fuego. El engrudo, según pierde temperatura, se va ordenando por extropía, hasta que se saca del horno una masa hinchada que debe trabajarse a mano con el fin de reducir su tamaño y humedad. Se obtiene así un pan crujiente en su interior cubierto por una capa esponjosa.


Hogaza Preñada: El origen es un secreto custodiado por la Orden de las Concepcionistas quienes mantienen tres ejemplares en el Monasterio de Santa Ana. Su apariencia inicial es la de una bola de masa del tamaño de una ciruela, bien enharinada a fin de evitar que se adhiera en la arpillera que lo envuelve. Al cabo de meses recibiendo atenciones, se infla y la superficie madura hasta formar miga comestible. Su interior permanece crudo el cual, conservado en idénticas condiciones, permite reiniciar el ciclo durante siglos.


Pan Salvaje: Se recoge en forma de costra adherida a los ejes y engranajes de los molinos abandonados siendo más probable encontrarlo en aquellos cuyas aspas funcionan a sotavento. Aunque no hay registro de su origen, es probable que se forme a partir de masa trepadora que trata de alcanzar la luz del ventanuco superior. Su alto valor gastronómico reside en su aroma a hongo, madera y musgo. Las variedades africanas resultan más correosas en la mordida y presentan un sabor mucho más picante y salado.


Trenza barroca: Hoy se elabora con colágeno procedente de tendones y piel de vaca aunque la receta original prescribía los párpados de ciervas recién destetadas. También se necesita agua pura y harina atomizada con el fin de obtener una masa extraordinariamente elástica y resistente. El maestro del obrador debe estirarla a lo largo de su envergadura y juntar los extremos de la masa sin que se pegue. Repitiendo este gesto veinte veces se obtiene más de un millón de filamentos los cuales se entrelazan, moldean y recortan de forma tan compleja como permita el virtuosismo del maestro.

Pan de flores: Su miga prieta debe mantenerse húmeda veintiocho días para que broten especies comestibles como el pensamiento, el crisantemo o el hibisco. Es ilegal la venta del pan de estrellas de borraja, de sabor dulce semejante a la miel. Quizás su color azul profundo haya alimentado la leyenda en torno a sí. En algunas poblaciones gallegas y asturianas se le atribuyen propiedades alucinógenas y abortivas por lo que también se le conoce allí como Pan de Brujas o Pan del Cura.

viernes, 2 de septiembre de 2016

Escritura automática Nº5

5

Voy a componer lo que pueda mientras transpiro, mientras descanso entre serie y serie de esfuerzos concretos, inofensivos por fútiles y desprovistos. Círculos de hierro, domesticados por fundas de caucho y racionalizados por series numéricas regulares. Casi herméticos. Asimilando que las fibras se desgarran, no como el metal; que las células deben oxidarse para crecer, como el metal. Que deben humillarse para respirar, para vivir un poco, que es lo mismo que exhibirse, que es la vanidad lo que maravilla y nos me te diferencia de una molécula estable o de una piedra opaca. La vanidad como heroína trágica, véase una actriz vieja con plumas de avestruz y cuello de avestruz ante el espejo del camerino ya que el miedo es lo que la hace gloriosa y aún sabiendo que los lloros y los mohínes no encontrarán consuelo en la hora decisiva, llora y pestañea porque es sencillamente encantador. Igual que ahora yo tiro los discos pesados con un gruñido coqueto. La podredumbre como prueba de que funciona, con focos y aplausos, vanidades de hierro arrolladoras, pruebas de que esto sorprende, de que se mueve. Se mueve rápido a toneladas de velocidad. El dolor traquetea desde lo lejos, lo puedes oír pegando la oreja al raíl. El dolor llegará, tarde o temprano, quizás ya te esté arrollando a cámara lenta, desollándote poco a poco las inocencias, diferentes virginidades no necesariamente bien jerarquizadas sino resultado de una aglomeración mal pensada, caprichosa, no desde el punto de vista de un niño arrancando alas sino desde el punto de vista de su hermana, pegando purpurina al cadáver. Como si fueran cosas diferentes