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Voy a componer lo que pueda mientras transpiro, mientras descanso entre serie y serie de esfuerzos concretos, inofensivos por fútiles y desprovistos. Círculos de hierro, domesticados por fundas de caucho y racionalizados por series numéricas regulares. Casi herméticos. Asimilando que las fibras se desgarran, no como el metal; que las células deben oxidarse para crecer, como el metal. Que deben humillarse para respirar, para vivir un poco, que es lo mismo que exhibirse, que es la vanidad lo que maravilla y nos me te diferencia de una molécula estable o de una piedra opaca. La vanidad como heroína trágica, véase una actriz vieja con plumas de avestruz y cuello de avestruz ante el espejo del camerino ya que el miedo es lo que la hace gloriosa y aún sabiendo que los lloros y los mohínes no encontrarán consuelo en la hora decisiva, llora y pestañea porque es sencillamente encantador. Igual que ahora yo tiro los discos pesados con un gruñido coqueto. La podredumbre como prueba de que funciona, con focos y aplausos, vanidades de hierro arrolladoras, pruebas de que esto sorprende, de que se mueve. Se mueve rápido a toneladas de velocidad. El dolor traquetea desde lo lejos, lo puedes oír pegando la oreja al raíl. El dolor llegará, tarde o temprano, quizás ya te esté arrollando a cámara lenta, desollándote poco a poco las inocencias, diferentes virginidades no necesariamente bien jerarquizadas sino resultado de una aglomeración mal pensada, caprichosa, no desde el punto de vista de un niño arrancando alas sino desde el punto de vista de su hermana, pegando purpurina al cadáver. Como si fueran cosas diferentes