viernes, 14 de octubre de 2016

Verdaderamente



Esa vez no me pidieron acudir al despacho de la directora sino al de la psicóloga escolar, una joven a punto de ser señora, con los dedos ásperos. Probablemente fumadora. Me estrechó la mano desde el otro lado de la mesa, sin levantarse. Hice un chiste con Rebeca, su nombre. Ya sabe, Re-Beca, seguro que tenía que haber sido buena alumna, ¿no? Pero no le hizo gracia. Tampoco le gustó que saludase al niño con un capón. Lo sé porque arrugaba... quiero decir que fruncía los labios cada vez que algo le disgustaba, ¿sabe? Así. También me fijé en que era algo bizca pero no me importó. La verdad es que al principio me pareció atractiva.
Rebeca había puesto a Benito en un butacón de cuero. Él no se sentó ahí, estoy seguro. Conozco a mi hijo y él nunca corre a sentarse en el mejor lugar como hace cualquier niño de su edad. Él espera de pie hasta que le dan permiso. Si vamos en el metro y entra una vieja -bueno, anciana- Benito se levanta y dice: “Señora, por favor, siéntese aquí”. Como las ancianas suelen ir por parejas me toca ceder el asiento a mí también. “Qué educadito”, dicen. “Ay, qué gusto de crío”. Ya sabe.
Así que Rebeca sentó al niño a su lado, en una butaca grande igual que la suya, con los pies colgando y los cristales de las gafas rajados. A mí me invitó a sentarme en un taburete de Pocoyó, al otro lado de la mesa. Fingí que no me importaba por no darle el gusto.
En aquella mesa había juguetes de todo tipo: coches, grúas, piezas de Lego… pero Benito estaba distraído con una muñeca de trapo. Ella quiso acelerar la entrevista y me dijo:
—Bien, aclaremos algunos conceptos —así me dice, amenazándome.
Y me habló de autoestima, habilidades sociales, entorno positivo y esas cosas que aparecen en los artículos de los domingos. Mientras Rebeca aclaraba conceptos, yo miraba al niño. Le ponía los zapatos a la muñeca, le atusaba el vestido y le acariciaba la cabeza porque, según él, estaba triste. La muñeca, no el niño. Luego la sentó en la mesa, de espaldas a él, y le cepilló con los dedos. Dijo:
—Oh, estás verdaderamente preciosa.
“Verdaderamente”, fue lo que dijo. Me dio asco.
Para serenarme busqué algo agradable en qué pensar. Al ver los cristales rotos de Benito recordé la última visita a la óptica. Todo blanco y dorado, muy luminoso. La dependienta llevaba la bata abotonada hasta el cuello, demasiado seria, pero esas gafas rojas le hacían la mirada respingona. Matilde, se llamaba, y me pareció que no le pegaba nada. Lente orgánica, antirreflejos, cinco dioptrías y astigmatismo: doscientos treinta euros cada una. Asertividad, empatía, refuerzo, es crucial romper ahora el círculo vicioso, me decía la psicóloga que estaría guapa con gafas por aquello de disimular la bizquera. Benito no. Benito no estaba bien con gafas. Parecía más pequeño, más blanquecino, mucho más alérgico. Imaginaba a Benito pronunciando “verdaderamente desafiante” cuando llegara su turno de saltar el potro. "Verdaderamente arriesgado" delante de una fila de chavales más altos que él, sudando más que él. Imaginaba la nuca de mi hijo, ¿sabe? Ese cuello fino, despejado, con esa piel transparente. Rebeca me llamó la atención señalándome con el dedo:
—Por eso pido su total colaboración, su complicidad como padre.
—La tiene, toda. Total —le dije yo.
Acerqué el taburete a la mesa. En un extremo vi un tren de madera con una locomotora antigua, con chimenea y rastrillo. Alargué el brazo y lo hice avanzar entre los demás juguetes como si fuera una máquina quitanieves.
—No me está escuchando —estaba frunciendo los labios.
—Por supuesto que le escucho. ¡Chaca chaca, chaca chaca, chuuuu uuuuuu! Ben, mira, mira. ¿Por qué no montamos a la muñeca y exploramos África?
—No se llama “la muñeca”, ¡se llama Cindy! —me dijo Benito sin mirarme a los ojos.
—Pues venga, Cindy y Ben, ¡pasajeros al tren!
—Oiga, ¿puedo hablar con usted aparte?
Rebeca dejó a Benito jugando con Cindy y nosotros hablamos fuera de su despacho, en el surtidor de agua sin agua. Quería transmitirme “con toda crudeza” la gravedad de la situación. Lo que había pasado superaba, según ella, a lo del excremento en las zapatillas, a lo de la momia de cinta de embalar de marzo y a lo del bocadillo de hormigas del año pasado. Que esto ya había llegado demasiado lejos y que no podía ser. Me contó que el conserje, cuando fue a echar el cierre por la tarde, se asustó porque oyó gritar a un niño en el baño. Habían grapado por fuera la puerta de una letrina con una pistola de carpintero. Cientos de grapas. Al pobre portero le llevó media hora arrancarlas con un destornillador. Y que vaya susto cuando se encontró a Benito temblando, empapado de orina de la cabeza a los pies. El portero es un hombre muy mayor, me dijo. Que por eso, me aclaró la psicóloga, habían metido la ropa del niño en una bolsa y ahora llevaba un chándal prestado que habría que devolver. Las gafas las encontraron dentro del inodoro.
—¿Y el cordón de las gafas? —pregunté.
—¿El cordón? Se lo quitaron, claro. ¿No se lo ha contado el niño?
—¿Pero por qué?
—Es una especie de trofeo. Todos quieren quedarse con sus cordones. Dígame, ¿es que no se lo ha contado?
—Pues valían doce euros.
La psicóloga frunció la boca otra vez. Me miró fijamente: iba a decirme algo. Algo definitivo. Pero al final entró al despacho y se puso a hablar con Benito acerca de la muñeca. Le preguntó qué sentía ella, que por qué Cindy estaba triste. Qué partes del cuerpo eran las preferidas de Cindy y cuáles le parecían muy feas. Si sabía cómo se llamaban esas partes y que si alguien le había tocado en esta partecita o en aquella otra ¿A dónde quería llegar? ¿Me estaba provocando a propósito? Cuando vio que por ahí no había nada que sacar, por fin, se centró en la pelea. “¿Cómo empezó?”, le preguntó al niño.
—Es que Alex, el de quinto, me dio fuertemente en el bracito y yo les dije que no me dieran más en el bracito porque no iba a tolerarlo —dijo el niño.
—Benito, cariño, ¿a qué te refieres con que no lo ibas a "tolerar"? —preguntó ella.
—Pues a que le iba a decir a la señorita Mártires que me estaban agrediendo en el bracito. Aquí, en el bracito, muy fuerte.
—Ben. Ey, Ben, mírame a mí, mira a papá. ¿Dijiste a esos chavales que no te dieran en el “bracito”? ¿Seguro que no dijiste “brazo”? ¿Dijiste “bracito”?
—¿Qué más da eso? —volvió a entrometerse la psicóloga.
—Ben, mírame a mí. ¿Dijiste “brazo” o “bracito”?
—“Bracito” —Musitó el niño acariciándose la zona dolorida— Me abusaron mucho.
—Ben, di “brazo”—ordené.
—Brazo —dijo arrastrando la voz.
—Ahora di “hijo de puta”. Y dilo fuerte.
—Oiga, por favor, ¿por qué le habla así al niño?
Doña Rebeca me clavó la mirada frunciendo todo. La boca, la frente, los ojos… Fruncía hasta el alma... por no decir palabrotas. Qué bien juzgaba la hija de puta, de forma profesional. Le gustaba. A los diez años decidió que quería juzgar a las personas en sus momentos más jodidos. Y qué bizca era, ahí me di cuenta.
—Di hijo de puta, Ben. Di hijo de puta —se lo dije con calma pero le apreté el brazo.
—Papá…—me decía lloriqueando— Papá… —con esa vocecilla.
—¡Deje en paz al niño!
—Déjelo usted en paz, bruja.
En realidad no le llamé bruja. Le llamé algo peor y con los nervios agarré muy fuerte a Benito; no tanto por rabia sino porque me prestara atención. Mi hijo agacha la cabeza cuando se enfadan con él. No es capaz de mirar a los ojos. Se desconecta, se va. Te deja solo. Es algo que no soporto. Rebeca trató de hacerme soltar la mano. Tiró de mis dedos como si fueran un cepo. Eso me enloqueció. No tenía derecho a tocarme.
—¡Es mi hijo!, ¡encuentre a alguien que la quiera follar si quiere uno!, ¡fea de los cojones!
Benito se puso a berrear, espantado, como si hubiera visto un lobo. Claro que sentí lástima por él. Lo quiero, joder, es mi hijo. También sentí vergüenza por mí. No pude soportarlo, quise arreglarlo en ese mismo instante. Rebeca gritaba algo de la policía pero a mí me dio igual porque tenía prisa. Era urgente. Tenía miedo de que Benito no creciera nunca, de que le mearan siempre a él, de que me lo devolvieran meado y con ropa prestada. Ojalá me hubiese mordido la mano, que me hubiera gritado, que me mirase con asco. Si al menos me hubiera mirado, si no me hubiera dejado solo ante el juicio profesional de la bizca... Se dejó zarandear con la cabeza gacha, como la muñeca de trapo. Como Cindy. Benito-Cindy. Se hizo pis en el chándal prestado que había que devolver, ¿sabe? La mancha oscura en el chándal, extendiéndose, imagine. Y entonces le juro que… Oh, Dios. Lo siento. Lo siento tanto…

¿Cómo está mi hijo? ¿Ha preguntado por mí? Dígale que lo siento, lo siento verdaderamente. Dígaselo así: que lo siento verdaderamente.