sábado, 17 de agosto de 2013

Las enseñanzas de Don Manolo 1



Me hizo caminar más de quince minutos cerca del mar. El suelo estaba cubierto por un mosaico de teselas del tamaño de un torso humano. Entre todas formaban, en color sangre sobre blanco, mandalas ovalados que parecían alusivos al sol. El mismo diseño se repetía a lo largo de nuestro paseo, de forma obsesiva. Observé que Don Manolo respetaba la representación del astro y prefería arrastrar sus zapatillas de esparto cerca del borde marítimo, manchado de arena. Sentí vergüenza al darme cuenta de que yo estaba pisando el corazón de los mandalas y traté de sortear los dibujos. Me vi obligado a alternar pasitos entrecortados y zancadas. Don Manolo giró la cabeza y pareció sonreír levemente, concediéndome su aprobación.

Desde el interior de la recóndita población española, compitiendo con el olor a salitre, llegaba aroma a papas y "pescaíto", una mezcla de diferentes especies de peces que se cocinan empolvados en harina y sumergidos en un barreño negro de aceite hirviente. Tenía que recordar los matices de ese perfume para anotarlo en mi cuaderno. Así entretuve mi ansiedad pues deseaba que Don Manolo me aclarara qué había querido decir con lo de las tripas revueltas. Me contuve. Había hecho ya demasiadas preguntas. Caminé obediente, alternando pasos largos y cortos, hasta que Don Manolo anunció: "ya hemos llegado al chiringuito".

El chiringuito era una pequeña cabaña a la que se accedía a través de travesaños de madera tendidos sobre arena. Era una construcción de planta rectangular de unos cinco metros de largo, hecha con palos amarrados. Las paredes sólo llegaban al ombligo y a unos tres metros de altura, sostenido por unos fuertes troncos, habían cubierto el conjunto con un entramado de paja y ramitas. En su interior había elementos metálicos, entre otros, una superficie horizontal que recorría su perímetro. Cuando rodeamos el chiringuito vi que, en la cara orientada hacia el mar, había dispuesta una fila de postes metálicos rematados por una superficie mullida.

Me sorprendí cuando Don Manolo se sentó en una de esas estructuras que al principio creí que eran de carácter totémico. La forma de hacerlo era compleja pues los curiosos asientos eran muy altos. Se debía primero elevar una pierna hasta apoyar el isquión en el borde del remate mullido y, haciendo palanca con éste, acabar elevando todo el cuerpo hasta apoyarse bien con ambos glúteos. Imité cada uno de los movimientos y no tuve demasiados problemas. Luego Don Manolo arrugó parte de la tela de su pantalón y, elevando las rodillas de manera histriónica, apoyó el talón de los pies en un círculo metálico que rodeaba el poste vertical principal. Hice lo mismo y le miré a los ojos. Me puso una mano en el hombro y me dio un par de golpes.

Aunque el gesto pareciera reconfortante estaba cargado de severidad. Don Manolo estaba juzgando si era conveniente proseguir. Emitió un grito: "¡Joze!". Casi al instante surgió de la nada un hombre muy grueso. Se frotaba las manos en un paño blanco. Intercambió algunas palabras con Don Manolo el cual seguía con la mano apoyada en mi hombro. El oficiante del chiringuito, aunque reticente al principio, sonrió al fin, se puso el paño sobre un hombro y se retiró.

Al volver depositó sobre la superficie metálica dos recipientes de cristal colmados de vino con trozos de fruta flotando entre los que pude identificar limón y naranja. También puso, en un cuenco de barro, lo que parecían embriones de calamar preparados de forma similar al "pescaíto" que comimos la pasada noche. Además, en el borde del cuenco había un cuarto de limón partido en gajo. "Chopito", indicó Don Manolo. "Chopito rico. Sabroso", dijo mientras, por gestos, me indicaba que debía comérmelos.

Aunque estaban parcialmente cubiertos por una masa dorada pude apreciar sus ojitos y sus tentáculos. Se me revolvió el estómago. Don Manolo tomó el limón y cubriéndolo entre sus manos, lo exprimió dejando caer su jugo sobre los embriones. Me acercó el cuenco y me dijo: "Come".

Continuará si funciona. Si no pa qué.
Entrada dedicada a los chilenos insignes.

2 comentarios:

  1. Nunca mire a los ojitos a los choquiños ni a ninguna cría de cefalópodo, pequeño saltamontes.

    ¡Que continúe, que continúe!

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  2. Cuando uno se sugestiona puede ver y oír de todo, Last Child. No pienso alargarlo mucho de todos modos pero le haré caso.

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