viernes, 14 de octubre de 2016

Verdaderamente



Esa vez no me pidieron acudir al despacho de la directora sino al de la psicóloga escolar, una joven a punto de ser señora, con los dedos ásperos. Probablemente fumadora. Me estrechó la mano desde el otro lado de la mesa, sin levantarse. Hice un chiste con Rebeca, su nombre. Ya sabe, Re-Beca, seguro que tenía que haber sido buena alumna, ¿no? Pero no le hizo gracia. Tampoco le gustó que saludase al niño con un capón. Lo sé porque arrugaba... quiero decir que fruncía los labios cada vez que algo le disgustaba, ¿sabe? Así. También me fijé en que era algo bizca pero no me importó. La verdad es que al principio me pareció atractiva.
Rebeca había puesto a Benito en un butacón de cuero. Él no se sentó ahí, estoy seguro. Conozco a mi hijo y él nunca corre a sentarse en el mejor lugar como hace cualquier niño de su edad. Él espera de pie hasta que le dan permiso. Si vamos en el metro y entra una vieja -bueno, anciana- Benito se levanta y dice: “Señora, por favor, siéntese aquí”. Como las ancianas suelen ir por parejas me toca ceder el asiento a mí también. “Qué educadito”, dicen. “Ay, qué gusto de crío”. Ya sabe.
Así que Rebeca sentó al niño a su lado, en una butaca grande igual que la suya, con los pies colgando y los cristales de las gafas rajados. A mí me invitó a sentarme en un taburete de Pocoyó, al otro lado de la mesa. Fingí que no me importaba por no darle el gusto.
En aquella mesa había juguetes de todo tipo: coches, grúas, piezas de Lego… pero Benito estaba distraído con una muñeca de trapo. Ella quiso acelerar la entrevista y me dijo:
—Bien, aclaremos algunos conceptos —así me dice, amenazándome.
Y me habló de autoestima, habilidades sociales, entorno positivo y esas cosas que aparecen en los artículos de los domingos. Mientras Rebeca aclaraba conceptos, yo miraba al niño. Le ponía los zapatos a la muñeca, le atusaba el vestido y le acariciaba la cabeza porque, según él, estaba triste. La muñeca, no el niño. Luego la sentó en la mesa, de espaldas a él, y le cepilló con los dedos. Dijo:
—Oh, estás verdaderamente preciosa.
“Verdaderamente”, fue lo que dijo. Me dio asco.
Para serenarme busqué algo agradable en qué pensar. Al ver los cristales rotos de Benito recordé la última visita a la óptica. Todo blanco y dorado, muy luminoso. La dependienta llevaba la bata abotonada hasta el cuello, demasiado seria, pero esas gafas rojas le hacían la mirada respingona. Matilde, se llamaba, y me pareció que no le pegaba nada. Lente orgánica, antirreflejos, cinco dioptrías y astigmatismo: doscientos treinta euros cada una. Asertividad, empatía, refuerzo, es crucial romper ahora el círculo vicioso, me decía la psicóloga que estaría guapa con gafas por aquello de disimular la bizquera. Benito no. Benito no estaba bien con gafas. Parecía más pequeño, más blanquecino, mucho más alérgico. Imaginaba a Benito pronunciando “verdaderamente desafiante” cuando llegara su turno de saltar el potro. "Verdaderamente arriesgado" delante de una fila de chavales más altos que él, sudando más que él. Imaginaba la nuca de mi hijo, ¿sabe? Ese cuello fino, despejado, con esa piel transparente. Rebeca me llamó la atención señalándome con el dedo:
—Por eso pido su total colaboración, su complicidad como padre.
—La tiene, toda. Total —le dije yo.
Acerqué el taburete a la mesa. En un extremo vi un tren de madera con una locomotora antigua, con chimenea y rastrillo. Alargué el brazo y lo hice avanzar entre los demás juguetes como si fuera una máquina quitanieves.
—No me está escuchando —estaba frunciendo los labios.
—Por supuesto que le escucho. ¡Chaca chaca, chaca chaca, chuuuu uuuuuu! Ben, mira, mira. ¿Por qué no montamos a la muñeca y exploramos África?
—No se llama “la muñeca”, ¡se llama Cindy! —me dijo Benito sin mirarme a los ojos.
—Pues venga, Cindy y Ben, ¡pasajeros al tren!
—Oiga, ¿puedo hablar con usted aparte?
Rebeca dejó a Benito jugando con Cindy y nosotros hablamos fuera de su despacho, en el surtidor de agua sin agua. Quería transmitirme “con toda crudeza” la gravedad de la situación. Lo que había pasado superaba, según ella, a lo del excremento en las zapatillas, a lo de la momia de cinta de embalar de marzo y a lo del bocadillo de hormigas del año pasado. Que esto ya había llegado demasiado lejos y que no podía ser. Me contó que el conserje, cuando fue a echar el cierre por la tarde, se asustó porque oyó gritar a un niño en el baño. Habían grapado por fuera la puerta de una letrina con una pistola de carpintero. Cientos de grapas. Al pobre portero le llevó media hora arrancarlas con un destornillador. Y que vaya susto cuando se encontró a Benito temblando, empapado de orina de la cabeza a los pies. El portero es un hombre muy mayor, me dijo. Que por eso, me aclaró la psicóloga, habían metido la ropa del niño en una bolsa y ahora llevaba un chándal prestado que habría que devolver. Las gafas las encontraron dentro del inodoro.
—¿Y el cordón de las gafas? —pregunté.
—¿El cordón? Se lo quitaron, claro. ¿No se lo ha contado el niño?
—¿Pero por qué?
—Es una especie de trofeo. Todos quieren quedarse con sus cordones. Dígame, ¿es que no se lo ha contado?
—Pues valían doce euros.
La psicóloga frunció la boca otra vez. Me miró fijamente: iba a decirme algo. Algo definitivo. Pero al final entró al despacho y se puso a hablar con Benito acerca de la muñeca. Le preguntó qué sentía ella, que por qué Cindy estaba triste. Qué partes del cuerpo eran las preferidas de Cindy y cuáles le parecían muy feas. Si sabía cómo se llamaban esas partes y que si alguien le había tocado en esta partecita o en aquella otra ¿A dónde quería llegar? ¿Me estaba provocando a propósito? Cuando vio que por ahí no había nada que sacar, por fin, se centró en la pelea. “¿Cómo empezó?”, le preguntó al niño.
—Es que Alex, el de quinto, me dio fuertemente en el bracito y yo les dije que no me dieran más en el bracito porque no iba a tolerarlo —dijo el niño.
—Benito, cariño, ¿a qué te refieres con que no lo ibas a "tolerar"? —preguntó ella.
—Pues a que le iba a decir a la señorita Mártires que me estaban agrediendo en el bracito. Aquí, en el bracito, muy fuerte.
—Ben. Ey, Ben, mírame a mí, mira a papá. ¿Dijiste a esos chavales que no te dieran en el “bracito”? ¿Seguro que no dijiste “brazo”? ¿Dijiste “bracito”?
—¿Qué más da eso? —volvió a entrometerse la psicóloga.
—Ben, mírame a mí. ¿Dijiste “brazo” o “bracito”?
—“Bracito” —Musitó el niño acariciándose la zona dolorida— Me abusaron mucho.
—Ben, di “brazo”—ordené.
—Brazo —dijo arrastrando la voz.
—Ahora di “hijo de puta”. Y dilo fuerte.
—Oiga, por favor, ¿por qué le habla así al niño?
Doña Rebeca me clavó la mirada frunciendo todo. La boca, la frente, los ojos… Fruncía hasta el alma... por no decir palabrotas. Qué bien juzgaba la hija de puta, de forma profesional. Le gustaba. A los diez años decidió que quería juzgar a las personas en sus momentos más jodidos. Y qué bizca era, ahí me di cuenta.
—Di hijo de puta, Ben. Di hijo de puta —se lo dije con calma pero le apreté el brazo.
—Papá…—me decía lloriqueando— Papá… —con esa vocecilla.
—¡Deje en paz al niño!
—Déjelo usted en paz, bruja.
En realidad no le llamé bruja. Le llamé algo peor y con los nervios agarré muy fuerte a Benito; no tanto por rabia sino porque me prestara atención. Mi hijo agacha la cabeza cuando se enfadan con él. No es capaz de mirar a los ojos. Se desconecta, se va. Te deja solo. Es algo que no soporto. Rebeca trató de hacerme soltar la mano. Tiró de mis dedos como si fueran un cepo. Eso me enloqueció. No tenía derecho a tocarme.
—¡Es mi hijo!, ¡encuentre a alguien que la quiera follar si quiere uno!, ¡fea de los cojones!
Benito se puso a berrear, espantado, como si hubiera visto un lobo. Claro que sentí lástima por él. Lo quiero, joder, es mi hijo. También sentí vergüenza por mí. No pude soportarlo, quise arreglarlo en ese mismo instante. Rebeca gritaba algo de la policía pero a mí me dio igual porque tenía prisa. Era urgente. Tenía miedo de que Benito no creciera nunca, de que le mearan siempre a él, de que me lo devolvieran meado y con ropa prestada. Ojalá me hubiese mordido la mano, que me hubiera gritado, que me mirase con asco. Si al menos me hubiera mirado, si no me hubiera dejado solo ante el juicio profesional de la bizca... Se dejó zarandear con la cabeza gacha, como la muñeca de trapo. Como Cindy. Benito-Cindy. Se hizo pis en el chándal prestado que había que devolver, ¿sabe? La mancha oscura en el chándal, extendiéndose, imagine. Y entonces le juro que… Oh, Dios. Lo siento. Lo siento tanto…

¿Cómo está mi hijo? ¿Ha preguntado por mí? Dígale que lo siento, lo siento verdaderamente. Dígaselo así: que lo siento verdaderamente.

viernes, 23 de septiembre de 2016

La Sandía


La pasajera interrumpió su lectura cuando vio entrar en el vagón a un hombre gigantesco en pantalón corto. Tenía las piernas muy peludas y llevaba una sandía en una bolsa de plástico. Quedaban muchos asientos libres pero el hombre eligió sentarse al lado de ella con la sandía sobre el regazo. Sus caderas estaban en contacto. Era inevitable: las caderas de ambos eran anchas. Se frotaban en cada vaivén.
El gigante contemplaba algo delante de sí, posiblemente, el martillo de emergencias. La pasajera comprobó de reojo que aquel hombre, efectivamente, permanecía absorto ante el martillo. Se estiró la falda, relajó los hombros y siguió con su novela histórica.
El vagón del metro atravesó una curva tan cerrada que la sandía casi sale rodando por efecto de la inercia. El hombre separó las rodillas lo suficiente como para asegurarla entre los muslos. En esa postura sus pelos hacían cosquillas en las pantorrillas de la pasajera quien, convencida de que no podría concentrarse, cerró el libro y se dirigió al gigante.

—Oiga, perdone. —dijo muy educadamente.
—No. No. Espa niol no —dijo el hombre con acento balcánico, quizás rumano.

La pasajera señaló con la barbilla en dirección a la pierna de él y el hombre la imitó con una sonrisa infantil. Ella abrió mucho los ojos. Él también. La pasajera, aunque sabía que el extranjero no le iba a entender, le dio un toque en la rodilla mientras le reñía:

—¿Y esto? Hacía falta ponerse así, ¿eh?

El hombre solo sonreía. La pasajera insistió: “La piernecita, ¿tanto se tiene que abrir? ¿La piernecita?” y repitió el toque en la rodilla del gigante procurando que esta vez fuera un golpe desagradable. Fracasó. El hombre abrió los muslos para liberar la sandía y la sostuvo con una mano ante la cara de la pasajera. Era una fruta enorme. Con la otra mano, retiró parcialmente el plástico y dio unos golpes secos a la cáscara que sonaron así: TUC. TUC.

—Puedes. Puedes tú —invitó con unos golpes más —TUC TUC… TUC.

La pasajera sintió el impulso de protestar. Iba a ser grosera con él. Podría resultar muy desagradable. Pero decidió que no tenía motivos sólidos para hacerlo. A su alrededor, todo el mundo parecía ocupado en sus cosas. Nadie miraba. Guardó la novela histórica en el bolso y dio unos golpes a la cáscara con la yema de los dedos. Lo hizo rápido. La fruta estaba fría y había acumulado gotas de agua por condensación.

—Bien, ¿sí?, ¡bien! —se ufanaba el hombre.
—Muy bien, sí —concedió ella mientras se secaba la mano en la falda.

El hombre volvió a colocar el bulto entre sus piernas peludas. La pasajera se fijó en que el gigante podía abarcar la sandía con una sola mano. Se estremeció. Repentinamente, el hombre desplegó una navaja. La pasajera hizo un movimiento brusco y su bolso se volcó. Algunos pasajeros se alarmaron pero enseguida volvieron a sus pantallas. El hombre hizo un chiste en un idioma parecido al checo y hundió la hoja en la sandía para recortar un trozo generoso. Mientras la pasajera recogía un sobre kraft, hojas secas de árbol, la novela, una cajita de madera y un bote de vaselina labial con aroma a mora, él fue raspando pepitas haciéndolas caer por los bordes de la bolsa. Se tomó su tiempo. Dejó una tajada bien limpia.

—Come. Buena. Mucho buena. —ofreció él.
—No, no… —se disculpó ella adelantando una mano.

El hombre separó la cáscara de la pulpa y preparó un dado perfecto. Hizo lo mismo con otros dos trozos de sandía y al final, con una acrobacia, los alineó sobre la hoja de la navaja. La pasajera estudió los tres cubos rojos sobre el acero, los dedos gruesos, también peludos, y la expresión ilusionada de aquel gigante. Relajó los hombros.

—Vale, vale. Está bien… —aceptó  —pero sólo uno.

El mordisco explotó fuera de la boca de la pasajera. Unas gotas se quedaron colgando de la mandíbula hasta que una de esas gotas se deslizó por el cuello y lubricó el camino al resto del zumo que se coló por debajo de la blusa. El hombre ofreció un pañuelo de papel. Ella lo ignoró. Terminó de tragar y, aunque sabía que el croata no le entendería, dijo sin mirarle:

—Me recuerda a los veranos en el pueblo.
—¿Buena?, ¿bien? —quiso saber el gigante. —¿Buena?
—En el pueblo, con mi primo el mayor —recordó la mujer —me bajo aquí.
—No, no espa niol. Espa niol no sé.

La mujer guapa se bajó ahí. El gigante que iba en bermudas se quedó con dos cubos de sandía sobre su navaja. Así los sostuvo y no se movió durante el recorrido de una estación a otra. En la siguiente parada un hombre mayor se sentó a su lado. El gigante echó los cubos de sandía en la bolsa de plástico, plegó la navaja y cerró las piernas. Mantuvo la atención fija en un punto, seguramente, en el martillo de emergencias.

viernes, 9 de septiembre de 2016

Mis 11 tipos de Pan Favoritos



Pan Cristal: Al primer corte, toda la corteza se craquela emitiendo un sonido vibrante. No se puede consumir sin antes haber sido cubierto con un paño húmedo pues podría provocar ulceraciones en lengua y mucosa bucal. La miga carece de aroma y sabor, pero emite brillos e iridiscencias que realzan la presentación de algunas tapas.


Mollete de Invierno: El primer horneado, el del núcleo, se lleva a cabo a baja temperatura durante doce semanas. La última noche se prepara una masa con obsidiana pulverizada en lugar de levadura. El núcleo, nada más sacarse del horno, se envuelve con la masa de obsidiana y se somete el pan a una temperatura extrema a fin de sellarlo. Si se parte al poco tiempo, el mollete libera el calor acumulado para aliviar a caminantes atrapados en la nieve, montañeros y pastores del norte.


Barra de Alfarero: Su miga se vende en bloques plastificados que se modelan como la arcilla. Al secarse, adquiere el aspecto del estuco aunque existen variedades que reproducen efectos como vetas, transparencias o fragmentos minerales. Grant Keller es célebre por obras realizadas en este material como “Tokiofagia” o “Cuerpo de Cristo”. El material se desgaja en terrones que se rehidratan al contacto con la saliva. Su sabor depende del material que simule, siendo aconsejable alabastro para acompañar carne de ave, mármol para gazpacho y granito para tortilla. El estuco clásico es apto para cualquier plato.


Pan de Aire: Se usa una levadura que produce una cantidad inusitada de dióxido de carbono. Una cucharada de masa, tras múltiples etapas de reposo y levado, produce una hogaza de buen tamaño. No contiene miga sino una intrincada estructura de pilares, nervios y arcos crujientes que impiden el desmoronamiento de la corteza.


Pan pistola o Gun Bread: El tipo de pan más consumido fue apodado así por los periódicos ingleses a mediados del XIX. El método empleado para su fabricación era verter toneladas de masa entre dos planchas de plomo de forma ondulada, las cuales adquirían forma de órgano mediante un mecanismo hidráulico que las unía con fuerza. El confinamiento de la masa y los químicos que sustituían a la levadura causaban una enorme presión que debía acelerar el horneado pero además formaba peligrosas bolsas de gas. Por ello los operarios debían atornillar las tapas que ocluían los extremos de cada tubo. No pocas veces fueron negligentes al ejecutar este paso y algunos hombres murieron atravesados por una barra propulsada.


Rosco de Vino: Tras sucesivas reducciones, el tinto joven se concentra hasta adquirir la consistencia del alquitrán. La pasta negruzca se extiende en placas de arcilla y se expone al sol durante tres o cuatro días. Una vez se raspa la pasta deshidratada, se obtiene un polvo rosado llamado “harina de vino” que se mezcla con tinto de empaque para obtener la característica masa roja. El rosco de vino es compañero de carne de caza y queso curado. Según la etiqueta, en su presencia, no debe servirse como bebida otra cosa que no sea agua.


Pan inverso: Se arroja al horno un saco de harina, media pala de levadura, tres garrafas de agua, un cazo de sal y se apaga el fuego. El engrudo, según pierde temperatura, se va ordenando por extropía, hasta que se saca del horno una masa hinchada que debe trabajarse a mano con el fin de reducir su tamaño y humedad. Se obtiene así un pan crujiente en su interior cubierto por una capa esponjosa.


Hogaza Preñada: El origen es un secreto custodiado por la Orden de las Concepcionistas quienes mantienen tres ejemplares en el Monasterio de Santa Ana. Su apariencia inicial es la de una bola de masa del tamaño de una ciruela, bien enharinada a fin de evitar que se adhiera en la arpillera que lo envuelve. Al cabo de meses recibiendo atenciones, se infla y la superficie madura hasta formar miga comestible. Su interior permanece crudo el cual, conservado en idénticas condiciones, permite reiniciar el ciclo durante siglos.


Pan Salvaje: Se recoge en forma de costra adherida a los ejes y engranajes de los molinos abandonados siendo más probable encontrarlo en aquellos cuyas aspas funcionan a sotavento. Aunque no hay registro de su origen, es probable que se forme a partir de masa trepadora que trata de alcanzar la luz del ventanuco superior. Su alto valor gastronómico reside en su aroma a hongo, madera y musgo. Las variedades africanas resultan más correosas en la mordida y presentan un sabor mucho más picante y salado.


Trenza barroca: Hoy se elabora con colágeno procedente de tendones y piel de vaca aunque la receta original prescribía los párpados de ciervas recién destetadas. También se necesita agua pura y harina atomizada con el fin de obtener una masa extraordinariamente elástica y resistente. El maestro del obrador debe estirarla a lo largo de su envergadura y juntar los extremos de la masa sin que se pegue. Repitiendo este gesto veinte veces se obtiene más de un millón de filamentos los cuales se entrelazan, moldean y recortan de forma tan compleja como permita el virtuosismo del maestro.

Pan de flores: Su miga prieta debe mantenerse húmeda veintiocho días para que broten especies comestibles como el pensamiento, el crisantemo o el hibisco. Es ilegal la venta del pan de estrellas de borraja, de sabor dulce semejante a la miel. Quizás su color azul profundo haya alimentado la leyenda en torno a sí. En algunas poblaciones gallegas y asturianas se le atribuyen propiedades alucinógenas y abortivas por lo que también se le conoce allí como Pan de Brujas o Pan del Cura.

viernes, 2 de septiembre de 2016

Escritura automática Nº5

5

Voy a componer lo que pueda mientras transpiro, mientras descanso entre serie y serie de esfuerzos concretos, inofensivos por fútiles y desprovistos. Círculos de hierro, domesticados por fundas de caucho y racionalizados por series numéricas regulares. Casi herméticos. Asimilando que las fibras se desgarran, no como el metal; que las células deben oxidarse para crecer, como el metal. Que deben humillarse para respirar, para vivir un poco, que es lo mismo que exhibirse, que es la vanidad lo que maravilla y nos me te diferencia de una molécula estable o de una piedra opaca. La vanidad como heroína trágica, véase una actriz vieja con plumas de avestruz y cuello de avestruz ante el espejo del camerino ya que el miedo es lo que la hace gloriosa y aún sabiendo que los lloros y los mohínes no encontrarán consuelo en la hora decisiva, llora y pestañea porque es sencillamente encantador. Igual que ahora yo tiro los discos pesados con un gruñido coqueto. La podredumbre como prueba de que funciona, con focos y aplausos, vanidades de hierro arrolladoras, pruebas de que esto sorprende, de que se mueve. Se mueve rápido a toneladas de velocidad. El dolor traquetea desde lo lejos, lo puedes oír pegando la oreja al raíl. El dolor llegará, tarde o temprano, quizás ya te esté arrollando a cámara lenta, desollándote poco a poco las inocencias, diferentes virginidades no necesariamente bien jerarquizadas sino resultado de una aglomeración mal pensada, caprichosa, no desde el punto de vista de un niño arrancando alas sino desde el punto de vista de su hermana, pegando purpurina al cadáver. Como si fueran cosas diferentes

miércoles, 17 de agosto de 2016

Encuentro de Manuel con su antagonista



Prestó atención a pin de su oreja, asintió y se dirigió al visitante.

—¿Le importa esperar aquí?
—Oiga, que si molesto espero fuera.
—Quédese aquí, por favor. Indira está hablando por teléfono. Le avisará cuando acabe. Si tiene sed, hay una fuente ahí, donde el bambú.
—Ah, qué bien. Gracias.

Manuel se esforzó en aparentar normalidad. Nunca había estado en una oficina que simulara ser un bosque chino ¿o era japonés? Las oficinas que él conocía eran la ventanilla única del ayuntamiento y la sacristía de su parroquia, cuando Don Matías le pidió ayuda para hacer el recuento de ropa donada en Navidad y les llevó toda la noche porque no fue capaz de manejar el ordenador. ¿Quién podría necesitar a un zoquete como él en aquel lugar?

—¿Todo bien?
—Sí, sí.

El hombre corpulento le cacheó con la mirada durante una larga incomodidad y tras una inclinación de cabeza, le dejó solo.

Manuel respiró aliviado. Se dirigió a un asiento cerca del salto de agua pero llamó su atención algo pequeño que correteaba por la hierba alta. También oyó un batir de alas pero no distinguió ningún pájaro a través de la frondosidad del bufete. Había tantas plantas y árboles enanos que se podía sentir su respiración como una sensación fresca sobre la piel. Con los ojos cerrados podía imaginarse fuera del edificio, lejos de la ciudad, en un documental de exploradores. En vez de sentarse, prefirió curiosear.

En la pared opuesta a la entrada, medio oculto por plantas colgantes, descubrió un ventanal del techo al suelo por donde se filtraba luz natural. El vidrio estaba tan limpio que tuvo que adelantar una mano para no golpearlo con la frente al asomarse. No podía creerlo. La ciudad entera podría plegarse en un bolsillo. Era incapaz de distinguir cabezas pero dedujo que los puntos negros, grises y rojos eran vehículos. El tráfico, que allá abajo parecía una locura, ahí arriba se veía armonioso. La red de semáforos bombeaba como un solo corazón, manteniendo viva a una bestia de cemento y prisa que en cualquier momento podría despertar.
Conocía bien las calles pero jamás las había visto con tanta claridad. Todo parecía menos: el olor de la basura, el ulular de las ambulancias, los moratones en los brazos de la enfermera delgada, la gangrena de Benito… El horizonte se veía lejano, hasta se podía apreciar la curvatura de la Tierra. Cuántos Benitos pequeños, ¿Cuántas enfermeras minúsculas podían caber? Docenas, miles, ¡millones! Las tripas se le revolvieron y sin saber por qué, se puso un poco triste.

—Una vista preciosa, ¿a que sí? —dijo una mujer a su espalda.
—Ay, perdone.
—Entonces, ¿tú eres Manuel?
—Sí, mucho gusto.
—Yo soy Indira. ¡Qué ganas tenía de conocerte!

Aquella mujer sacudía la mano con fuerza para ser tan menuda. Manuel reconoció el punto rojo que llevaba pintado en la frente, de pequeño tenía una baraja para jugar a las familias. Aunque su pelo era canoso, los vivos colores de su sari y la piel bronceada le daban una apariencia lozana. No era fácil precisar su edad.

—Si quieres podemos hablar aquí mismo. ¿Nos sentamos? —Tenía una sonrisa tan acogedora que podría convencerle de sentarse encima de un hormiguero.
—Como quiera... Como quieras. Esto es tan bonito que no sé… Estoy impresionado.
—La gente se siente bien aquí y eso me gusta. Oye, Manuel, iba a hacerme un té pero también tengo cerveza, ¿qué te apetece?
—El té está bien. Muchas gracias, ... ¿Indara?
—Indira. —corrigió como un relámpago.

La mujer se adentró en la espesura de su despacho camuflado entre juncos y palmas. Estuvo revolviendo, derramando y borboteando un buen rato hasta que reapareció con una bandeja sobre la que había dispuesto dos cuencos de arcilla y una tetera de hierro.

—Manuel, ¿te cuento una curiosidad del té verde?
—Vale.
—La primera vez lo que preparas, amarga. Pero si insistes con las mismas hojas, acaban sabiendo dulces.
—Pues yo siempre he visto tirar la bolsita después de mojarla.
—Es normal —la mujer se rio mostrando unos dientes blanquísimos—. Este té no es como las infusiones que vienen en bolsitas. Es un té muy bueno. No creo que lo puedas probar por ahí.
—¿Tan caro es?
—No, cariño —Indira volvió a enseñar los dientes—, no ha costado dinero, es un regalo.
—¿Quién te lo ha regalado?
—A mí no. A todo el equipo que trabajó con unos productores en Vietnam. Cuando nos fuimos estaban tan agradecidos que nos regalaron fardos y fardos.
—Vaya.
—Sí, vaya. Nos colmaron de té y de afecto. —la mujer llenó los cuencos una tercera parte. —Son los lazos de afecto lo que diferencia una comunidad de un mercado.
—¿Tienes azúcar?
—No, no. A este té no se le echa azúcar.
—Ah.
—Pero háblame de ti, Manu.
—Pues no tengo nada interesante que contar. El pie se me ha curado, me dejan elegir entre tres primeros, tres segundos y fruta o postre. El colchón es cojon… es muy cómodo. Todo el mundo me trata bien. Estoy contento.
—¿Echas algo de menos?
—No. La verdad es que sí.

Indira tomó un cuenco con ambas manos y se lo llevó a los labios sin dejar de estudiar a su invitado. Su mirada negra resultaba intimidante pero al apartarse el cuenco de la boca volvió a mostrar esa sonrisa tan amable. Manuel imitó el movimiento pero como el recipiente era ancho, el líquido se le derramó sobre el jersey. La mujer ni siquiera bajó la mirada.

—La primera vez que lo tomas sabe amargo... —dijo como si fuera un secreto, inclinándose hacia él.
—Pues a lo mejor sí que te acepto esa cervecita que ya estoy acostumbrado. Si no te importa, Indara.
—Indira. —corrigió, esta vez, sin sonreir.




*Este texto proviene del spoiler de una novela que nunca escribiré. Es una escena intermedia de la novela, donde el protagonista conoce a la que será su mayor enemiga. Se quedarán sin arco de desarrollo, pobres.

viernes, 12 de agosto de 2016

Spoiler de una historia inexistente


La muchacha del balcón vio venir un vehículo que ella no podría pagar ni ahorrando veinte años. Bajaba la calle con parsimonia, como si estuviera buscando aparcamiento. La joven sacó medio cuerpo por encima de la barandilla y absorbió por la nariz con todas sus fuerzas. Esperó. Cuando el coche estuvo cerca, pudo reconocer el logotipo: Chrysler. “Qué cosa más elegante, qué cabrón”, pensó la chica antes de escupir una flema del tamaño de una nuez.

- No me gusta este barrio, señor - dijo el chófer mientras accionaba el limpiaparabrisas.
- Mira, Ignacio, ahí estaba mi casa.
- Si le puede la nostalgia, podría visitar esa fachada a medio derruir por su cuenta. No veo la necesidad de parar justamente aquí.
- Pues me bajaré aquí. Justamente aquí. - dijo el pasajero mientras se desanudaba la corbata.

El vehículo frenó un poco más adelante. Las lunas tintadas preservaban la intimidad de Manuel H. Almagro que se estaba desnudando con parsimonia. Ya en ropa interior, resopló al ver el chándal y el calzado que habían preparado los estilistas. Las manchas de grasa de motor era un detalle claramente excesivo y las zapatillas eran las adecuadas para jugar al paddle pero ya ajustaría esos detalles más tarde.

-Ignacio, quita el seguro. ¿Tú crees que voy bien así?
- Reconozco que lo lleva con gracia.

Olía a campana extractora, orín y gasolina. Manuel H. Almagro estuvo un rato de pie, sujetándose a la portezuela. Al otro lado del coche unas bragas de color carne ondeaban en una cuerda. Suspiró y asestó un buen portazo al Chrysler.

- Señor, el reloj.
- Te echaré de menos, Ignacio. - dijo Manuel entregando el Cartier a través de la rendija de la ventanilla.
- También le echaré de menos, señor.
- ¿No puedes llamarme “Manu”?, he dejado de ser un “señor”.
- En eso se equivoca, señor. - dijo el chófer mientras pisaba a fondo el acelerador.




Esto es el final de una novela imaginaria que nunca será escrita. Pueden ustedes completar la trama que le precede.

martes, 9 de agosto de 2016

Falacia ad Cuñadium o Falacia ad Amarus

Florece un nuevo tipo de falacia (no tan nuevo en realidad) a la que podemos llamar Falacia ad Cuñadium o Falacia ad Amarus* Sí, también la he estado usando.
Sería la falacia complementaria a la Falacia ad Populum (aquella consistente en pretender que una afirmación es cierta sólo porque una gran cantidad de personas cree que es cierta. También conocida como la de las mil moscas y la mierda.)
La Falacia ad Cuñadium NO consiste en decir que algo es una opinión de cuñado o que alguien opina como un cuñado, eso es una ad hominem vulgaris de toda la vida. No.
Consiste en pretender que porque una afirmación haya sido repetida muchas veces o porque uno pueda anticipar de antemano una afirmación ésta pareciera "devaluarse", como si la verdad pudiera perder veracidad por desgaste o falta de originalidad. Algo así como un matrimonio maduro y poco sexy.
Esta maniobra es falaz porque si una afirmación es sólida, lo es la primera vez que se puso sobre la mesa y lo seguirá siendo después, por mucho tiempo que pase, aunque quien la repita no la entienda en profundidad y la diga en mitad de un discurso lábil. Aunque sea aburrido volver a escucharlo. Aunque sea repetida por una gran masa aborregada, inculta y rancia. Aún con todo eso, no tiene por qué ser desechada excepto por sus propios méritos como afirmación.
Al contrario, si una afirmación es tramposa lo será desde la primera vez, aunque suene fresca, provocativa y sea bruñida por una persona ingeniosa.
Se me vienen a la cabeza muchos ejemplos de esta falacia que, en general, no sólo pasan desapercibidos sino que son aplaudidos. Es asombroso lo fácil que ha saltado mis defensas, incluso como ha podido desarmarme aunque intuyera "que había gato encerrado".
Creo entender la razón de por qué funciona tan bien esta falacia, aunque es subjetivo. Tenemos cajas de comentarios debajo de cada noticia y oportunidades de sobra para exponer nuestra argumentación. Nos encanta otorgar nuestra opinión de mierda al mundo, como dicen Los Punsetes, y a la vez somos bombardeados por otras ocurrencias y sus "likes". Aprendemos rápidamente, cual perro de Pavlov, qué tonillo o tipo de chiste es más celebrado.
Desgraciadamente, ese tonillo inteligente no siempre coincide con el rigor intelectual. No estamos al servicio de la verdad sino que usamos la argumentación para exhibirnos. ¿Qué pasa cuando la vieja verdad te hace quedar como rancio o agüafiestas? ¿Qué pasa cuando la exactitud te estropea una buena ocurrencia?
No deberíamos callar la boca a nadie sólo porque ya sabemos de sobra lo que nos va a decir. Ni poner los ojos en blanco porque una afirmación sea demasiado mainstream. Eso es trampa. Exigid a vuestro interlocutor que no sea condescendiente y que demuestre que os equivocáis. Pruebas, no ingenio.
Quizas "ad Cuñadium" sea un nombre equívoco o demasiado dependiente del momento. Ya me entendéis el fondo. Si a alguien se le ocurre un nombre mejor, que lo suelte en comentarios.


*Un Hombre sentado en una silla me ha sugerido bautizar a la falacia con algo que tenga que ver con "aburrimiento". He encontrado "Amarus", que es la raíz de la que deriva "amargo" y tiene que ver con lo triste, aburrido, mustio, incluso irritante. Creo que ilustra bien la identificación errónea de lo poco atractivo con lo falso.


jueves, 4 de agosto de 2016

La mejor amoladora del mundo



Mi amoladora es una Watson320, una preciosidad rusa, superior en todos los sentidos a la serie 400 y a la 500 Black. A diferencia de esas mierdas que te endilgan ahora, la 320 no tiene piezas de otras fábricas, el ensamblaje es perfecto, todos los materiales vibran a la misma frecuencia, no sé si sabes lo que eso significa. Significa perfección. Ya no se encuentra eso, olvídate.


Pero si además le cuatriplicas la potencia te follas la gama alta de cualquier catálogo, directamente. El último motor petó, no estaba preparado para algo tan brutal, así que he retirado la carcasa y he usado otro que se emplea en aeronáutica. No te voy a decir cuál es para no meterme en problemas. Alcanza las 12.000 rpm, y ojo, el eje no cabecea. Ruge pero no vibra. Firme como la mirada de un Dios asesino.


Joder, pues sí, tengo la mejor amoladora del mundo a no ser que exista otro genio que lo quiera mantener en secreto. Pero eso es imposible. Los que manejan este tipo de preciosidades son unos capullos que lo cuentan todo. Y yo el primero.


Mira, quiero enseñarte algo. ¿Ves ese espejo? Parece que le he puesto un marco de madera ¿no? Pues ya verás. Acércate. ¿Eres capaz de ver la unión entre el espejo y el marco? Tómate tu tiempo, mira, mira… Pasa la uña, a ver si notas la junta. ¿Sabes por qué no notas dónde está el hueco entre el cristal y la madera? Porque no existe. El espejo está hecho con la misma madera. ¿No te lo crees? Pues es así.


Por eso invertí tanto esfuerzo en conseguir potencia en el rotor y por eso estoy pagando la cámara congeladora, que me ha costado los ahorros de toda la vida. Bajar la temperatura a menos 50 grados puede llevarme toda la mañana pero es necesario para que no pete el rotor y que aguante el material sin sublimarse. Es complicado de explicar. Lo fácil es alcanzar una frecuencia loca de impactos minúsculos. Sólo así las moléculas se ordenan sin quebrar la estructura. Pero eso es fuerza bruta, no hay mérito en ello.


El secreto es saber graduar el grano del esmeril, la presión y la duración. Sólo unas micras menos en cada pasada, con una progresión muy determinada. No te voy a dar ni la más mínima pista de la fórmula. Eso es lo que todo mundo busca sin encontrarlo y por eso yo soy el puto genio. Pero mira: sí te puedo decir que para lograr este espejo he tenido que cambiar el disco más de ochenta veces y trabajar en sesiones cortas durante un mes. No sólo por el método, sino porque ahí dentro es fácil morir de hipotermia si no atiendes al cronómetro, ¿sabes? Te juegas la vida.


Sí, lo de poderte afeitar mirándote en un espejo hecho con madera es un flipe. Digamos que es un efecto tan chocante que hace que todo el mundo se de cuenta de lo que puede hacer una amoladora, así, al instante. Pero esto es algo que conseguí con discos que cualquiera puede comprar. No es mi asunto ahora.


Ando en otra cosa que no tiene que ver con... el bricolaje. Necesito que me apoyes. Por eso insistí tanto en que vinieras a ver las instalaciones y demostrarte que no soy un flipado de internet. Que quede claro: no es dinero lo que busco. Sí, necesito apoyo económico de momento pero sobre todo busco independencia, un socio que vea en esto algo más que un negocio. ¿Sabes cuánto me ofrecen por las patentes de los discos que ya he registrado? Podría ser rico ahora mismo. Podría pedirle a mis putas que lleven el timón de mi yate.


Mira, los esmériles que uso no tienen nada que ver con el diamante ni con nitruro de boro y mucho menos con el grafeno de los cojones. No le veo un uso comercial a corto plazo porque no busco dureza ni rapidez. Puede estar hecho con fibras relativamente resistentes, como el hilo de araña aunque ni tan siquiera tiene que ser un sólido. Puede ser la corriente de un fluido, un gas, incluso vibraciones a frecuencias determinadas que resuenen. Cuando digo vibraciones no me refiero a láser, ni a electromagnéticas de toda la vida. Olvídate.


¿Cómo te lo explico? Va más allá de manipular los materiales. Por favor, estoy confiando en ti a tope, ¿vale? Que no salga de aquí. No se trata de manipular las moléculas a escala atómica y ya. Se puede reordenar el comportamiento de las putas entrañas de las cargas, de la masas, de las partículas más pequeñas y aún más adentro. Puedes alterar las propiedades que definen a esas partículas, algo que se supone que no puede ocurrir, ¿me captas? Pues es posible. No puedo decirte más. Lo siento, es difícil de explicar técnicamente y además aún no sé si puedo confiar en ti. Pero mira, te quiero enseñar algo para que lo acabes de flipar. Lo último y ya te puedes marchar, lo juro.


¿Ves ese trozo de cristal ahí colgado? Míralo de cerca. No es cristal, es una gota perfecta de sulfuro de carbono, una esfera pulida a escala atómica. No, no hay nada que lo sujete. En realidad es una gota de sulfuro de carbono como cualquier otra. Lo que me ha costado bruñir es el espacio alrededor. Ah, ¿que no entiendes nada? Pues cuando te enseñe lo que le he hecho a mi cerebro… vas a entenderlo todavía menos. Ni el puto Buda pudo conseguir meditando lo que yo me he hecho con esta amoladora. Ahora necesito el dinero para conseguir un escáner de tambor. En el hospital ya no me quieren enseñar las tomografías, los hijos de puta. Creo que sospechan que nadie puede golpearse tantas veces la cabeza por accidente.

No me gusta nada la cara que me estás poniendo, tío. No, en serio, no me tomes por tonto. Bueno, lo que tú digas, ya te lo explicaré todo otro día, ¿de acuerdo? Te abro la puerta.

lunes, 1 de agosto de 2016

Utopía


¿A qué sabe UTOPÍA?

A viaje sin control militar.
A puesta de sol sin mascarilla.

A fiesta con personas reales.

¡UTOPÍA sabe sólo a lo que te gusta!


Y ahora, prueba los nuevos sabores:
UTOPÍA Frutas de la Tierra
UTOPÍA Agua Fresca.

sábado, 30 de julio de 2016

La despedida de mis hermanas





Las matronas le ayudaron a ponerse el traje rojo tradicional. Era de seda transparente con encajes en el cuello, en las muñecas y en el pubis.

– No hemos encontrado orquídeas blancas. – le dijo la más joven – pero mira éstas qué rosa tan alegre y qué bien quedan en tu pelo, ¿no estás contenta?

– Déjala descansar, aún está mareada. Ha sido un parto complicado.

Tanta gente acudió a la Despedida que buena parte tuvo que quedarse fuera del recinto sacro. La camilla apenas podía circular por el pasillo, todas las invitadas querían besar la frente de la madre o agarrarle la mano.

– Cuidado con el gotero, que vais a engancharos con el gotero...
– Estás preciosa, hermana. Que seas nutrida.
– Que la Diosa te sonría. Te echaremos de menos, dulce fruto.

La muchacha de rojo deseaba hablar pero la morfina mantenía dormida su lengua. Aquellas voces se difuminaban en un ruido promedio y la camilla traqueteaba de manera agradable, aumentando su sopor.

– Pronto nos reuniremos – dijo una embarazada radiante de felicidad.

El blanco violento de los halógenos se fue apagando. En su lugar, una luz tibia se deslizaba por arcos de piedra caliza. Olía a flores frescas y a madera de palosanto recién quemada. Ya no estaba acostada sobre la camilla sino sobre algo duro y pulido. Tenía que ser el altar, lo reconocía, ella había despedido a muchas hermanas que yacieron antes ahí mismo.

– Ya despierta el fértil vientre – dijo una mujer madura.
– Qué paz hay en sus ojos, dichosa sea.

Reconoció a sus nodrizas y a compañeras de jardín. Habían acudido desde muy lejos hermanas fértiles y descendientes de otras hermanas. También estaba allí su compañera erótica, tan hermosa, con clavelines destelleando en el pelo.
La mujer madura estaba a sus pies, guiando la ceremonia. Reconoció a su mentora enseguida; aunque iba cubierta por un velo blanco su voz grave era inconfundible. Se inclinó para presentar a la recién nacida en una toquilla blanca, limpia de placenta y mucosa.

– Mira. El fruto de tu vientre. ¿Quién quieres que sea la primera en darle leche?
– Todavía está muy cansada, pobre. No puede ni hablar.
– Sin embargo – dijo la mentora en tono cortante – es necesario que nos haga saber su voluntad. Así debe ser.
– Empecemos con las Atribuciones, maestra. Así le damos tiempo para decidir.

La mentora torció el gesto y dudó en decir algo pero al fin asintió con la cabeza. Levantó al bebé por las axilas y le enfrentó con su rostro severo. La criatura apenas podía sostener la cabeza y pateaba en el aire en señal de incomodidad. Sin embargo, no lloró.

– Tú te llamas Elisabeth.

La mujer madura pasó el bebé a su derecha, a una adolescente pelirroja a la que le temblaba la voz.

– Elisabeth, eres alegre, te ríes aunque no venga a cuento. Y tu risa es como abrir una ventana. Es como...

La adolescente reprimió un sollozo y, con delicadeza, dejó a la criatura con una mujer de hombros anchos y facciones duras.

– Puedes parecer caprichosa, Elisabeth, pero nunca te rindes.

El bebé pasó a una chiquilla risueña quien declaró con rotundidad que olía a limón y luego a una joven regordeta de grandes pechos quien le atribuyó lealtad hacia sus hermanas. Así la niña fue pasando por todo el círculo hasta regresar a manos de la mujer mayor.

– El trauma de nacimiento – dijo ella.
– ¿No esperamos a que decida la primera nodriza?
– No. Hazlo ya.

La chica de complexión atlética guardaba un paquete hecho con un pañuelo de encaje. Desenvolvió algo metálico. Se acercó a la muchacha por un costado y sostuvo su brazo con dulzura. Tomó una bocanada de aire y cerró los ojos. Al abrirlos, practicó un corte profundo desde la muñeca a la parte interna del codo. Antes de que la hemorragia fuera demasiado abundante, cruzó las manos de la madre sobre su pecho y retrocedió a su posición dentro del círculo, a la derecha de la mujer mayor.

– Maestra, creo que quiere decirnos quién será la primera nodriza.
– ¿Está despierta?
– Sí, está moviendo los labios, ¿puedo acercarme?
– No, yo hablaré con ella.

La mentora se acercó al bloque de alabastro y lo rodeó con cuidado, aplastando la túnica contra su cuerpo para no mancharse. Se recogió el velo y pegó la oreja a los labios de la madre.

– De todas tus hermanas, ¿quién quieres que de la primera leche?
– Quiero vivir. – dijo la muchacha con voz muy débil.
La mujer mayor acercó la boca al oído de la joven.
– Un nombre. Dame un nombre.
– Quiero vivir.

La mentora le dio un beso en la frente, se incorporó y volvió a cubrirse con el velo blanco. Anduvo despacio, evitando pisar la sangre. Cuando volvió a su posición, a los pies del altar, todas tenían su mirada clavada en ella.

– ¿Qué ha dicho, maestra?
– Sí, ¿quién?
– Elena.
– Sagrada Madre. Oh, dulce fruto – dijo Elena.
– Bendita seas. – le felicitaron todas sus hermanas que rompieron el círculo para abrazarse y celebrarlo con gozo.